Había una vez en un pequeño pueblo, dos hermanos llamados Tomás y Felipe. Tomás era un niño muy sabio que siempre escuchaba a sus padres y aprendía de sus enseñanzas. Felipe, en cambio, era un poco travieso y a menudo no prestaba atención a lo que sus padres le decían.
Un día, su papá les pidió que fueran al bosque a recoger frutas. Les advirtió que no se acercaran al río porque era muy peligroso. Tomás escuchó atentamente y prometió seguir las instrucciones de su papá, pero Felipe no prestó mucha atención y solo pensaba en lo divertido que sería ir al río.
Al llegar al bosque, Tomás se puso a recoger frutas, mientras Felipe se escapó en silencio hacia el río. Felipe pensó que sería emocionante ver el agua de cerca, pero cuando llegó, se resbaló y cayó al agua. El río era muy fuerte y Felipe no podía salir.
Tomás escuchó los gritos de su hermano y corrió hacia el río. Con la ayuda de un palo largo, logró sacar a Felipe del agua. Estaban ambos muy asustados, y Felipe entendió lo peligroso que había sido no escuchar a su papá.
Cuando llegaron a casa, Tomás explicó todo a sus padres. Su papá abrazó a Tomás y le dijo: "Estoy muy orgulloso de ti por haber escuchado y ayudado a tu hermano. Eres un hijo sabio que me llena de alegría". La mamá de Felipe, con lágrimas en los ojos, le dijo: "Felipe, me has preocupado muchísimo. Tienes que aprender a escuchar y ser más cuidadoso".
Desde ese día, Felipe decidió ser más como su hermano Tomás, escuchando a sus padres y aprendiendo de sus consejos. Así, sus padres estaban contentos y el hogar era un lugar feliz.
Y así, Tomás y Felipe aprendieron una valiosa lección: El hijo sabio es el que regocija a un padre, y el hijo estúpido es el desconsuelo de su madre. (Proverbios 10:1)