Había una vez dos hermanitos, Marcos y Elena, que asistían al mismo colegio. Un día, su profesora les dio una tarea muy especial: sembrar una semilla de tomate y cuidarla hasta que diera fruto.
Marcos, siendo el hermano mayor, se tomó esta tarea muy en serio. Escogió el lugar perfecto en el jardín, donde la plantita pudiera recibir mucho sol. Con manos cuidadosas, sembró la semilla y la cubrió con tierra suavemente. Todos los días, sin falta, regaba la plantita y le hablaba con cariño, animándola a crecer fuerte y sana.
Elena, por otro lado, estaba emocionada pero a veces se distraía fácilmente. Ella también sembró su semilla, pero olvidaba regarla algunos días. Aunque tenía la mejor de las intenciones, a veces otras cosas llamaban su atención y se olvidaba de su pequeña planta.
Los meses pasaron y la plantita de Marcos creció alta y frondosa. Un día, Marcos entró a la casa radiante de felicidad, sosteniendo en sus manos un hermoso tomate rojo y reluciente. Corrió hacia sus padres y les mostró su tesoro. Todos se alegraron y celebraron juntos.
Al ver la alegría de Marcos, Elena se emocionó y corrió hacia su plantita. Sin embargo, al llegar, su corazón se llenó de tristeza al ver que su plantita estaba marchita y débil. Se agachó junto a ella y con cariño acarició las hojitas.
En ese momento, Elena se dio cuenta de que aunque había sembrado la semilla, no había brindado el cuidado y la atención que su plantita necesitaba. Se prometió a sí misma ser más constante y dedicada la próxima vez.
Esta experiencia enseñó a Marcos y Elena una valiosa lección: que el cuidado y la dedicación son fundamentales para hacer crecer algo hermoso y especial. Aprendieron que, aunque a veces olvidemos o cometamos errores, siempre podemos aprender y mejorar. ¿Qué puedes aprender de esta historia?