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Había una vez una mujer llamada Ana, quien dedicaba su tiempo a dar estudios bíblicos a las personas del pueblo. Era muy apasionada por su trabajo y siempre estaba buscando formas de ayudar a su comunidad a conectarse con Dios a través de la lectura de la Biblia.
Un día, Ana había conseguido varias Biblias para sus estudiantes, y estaba tan emocionada de poder compartirlas con ellos. Sin embargo, mientras iba en su moto para llevarlas a su hogar, alguien le robó su bolsón, que contenía las Biblias. Ana se sintió desesperada y triste, pero a pesar de todo, gritó al ladrón: "¡Espero que leas la Biblia!".
Al día siguiente, Ana salió a predicar a los vecinos como de costumbre, pero cuando llegó a la plaza, encontró su bolsón con todas las Biblias en un asiento. Al parecer, el ladrón las había dejado allí. Ana estaba agradecida de que las Biblias hubieran sido devueltas, pero también se preguntaba por qué el ladrón las había dejado allí.
Desde ese día, Ana comenzó a prestar más atención a las personas que se encontraban en situaciones difíciles, como el ladrón, y trató de ayudarlos de la mejor manera posible. Ella creía que todos merecen una segunda oportunidad y que Dios puede trabajar en cualquier corazón, incluso en el de un ladrón. Y así, Ana continuó dedicando su vida a ayudar a las personas del pueblo a conectarse con Dios a través de la lectura de la Biblia, y nunca olvidó la lección que aprendió ese día en la plaza.