En un colegio secundario bullicioso, donde las risas y las conversaciones llenaban los pasillos, vivía un estudiante llamado Javier. Sin embargo, entre los murmullos y los apodos, Javier era conocido por otro nombre: Chato. ¿La razón? Su estatura, que era un poco más baja que la de sus compañeros. Cada día, Javier caminaba entre las filas de pupitres, escuchando el eco de "¡Ey, Chato!" a su paso. Aunque sonreía y seguía adelante, en su interior anhelaba ser reconocido por su verdadero nombre. Un día, mientras el sol se asomaba tímidamente por la ventana del salón, algo diferente sucedió. Un nuevo estudiante, con ojos curiosos y una sonrisa amable, se acercó a Javier. "¡Hola, Javier! Buenos días", saludó el nuevo estudiante con entusiasmo. Javier se detuvo, sorprendido. Nadie en mucho tiempo lo había llamado por su nombre real. Una chispa de alegría iluminó su rostro mientras respondía: "¡Al fin, alguien que me llama por mi nombre!" Los compañeros que observaban la escena intercambiaron miradas desconcertadas. El nuevo estudiante, notando la confusión, explicó con calma: "¿Qué? Ese es su nombre". En ese momento, algo mágico sucedió en el corazón de Javier y en el de todos los presentes. Se dio cuenta de la importancia de un simple gesto: llamar a alguien por su nombre. Descubrió cuánto valor puede tener para una persona ser reconocida y respetada de esa manera. Desde entonces, en ese colegio secundario, cada vez que alguien se dirigía a Javier, lo hacía con el respeto y la amabilidad que merecía, llamándolo por su nombre con orgullo. Y así, en una pequeña historia de un día común en la escuela, se reveló un gran mensaje: en un mundo donde a veces los apodos y las etiquetas pueden eclipsar la identidad de una persona, el simple acto de llamar a alguien por su nombre puede marcar una gran diferencia. Porque detrás de cada nombre hay una historia, una identidad y un valor que merece ser reconocido.